De un tiempo a esta parte, los dentistas, ahora llamados odontólogos, esos mismos que prestaban sus servicios en un local arrendado al efecto y que venía a distinguirse de una vivienda por el equipamiento interior y por un letrero alusivo en la balconada, vienen expresando reiteradas quejas.

El motivo: se lamentan de las condiciones, entiéndase precios para el cliente ( o paciente, en este caso) que manejan esas perversas franquicias que proliferan por doquier y que se anuncian a bombo y platillo entre la población con un amplio abanico de ofertas en empastes, implantaciones, prótesis y vaya usted a saber qué otro tipo de operaciones más relacionadas con la tan traída y llevada higiene bucodental.

¿Qué está pasando? Sencillamente, que los modelos y los sistemas están cambiando. Y, claro, la medicina no es un coto aparte. La oferta se amplía y, desde Alfred Marshall, sabemos que un incremento de la oferta, en tanto que función creciente, conlleva una bajada de precios si la demanda se mantiene en estándares normalizados. Miren, la medicina se revela ya como una rama financiera más y los consumidores, pacientes o lo que sean se muestran encantados con la competencia. Atrás quedan consuetudinarios remilgos otrora imperantes y los desorbitantes precios que determinadas consultas quejumbrosas en el pisito del doctor en cuestión imponían a unos sufridos clientes que tenían motivos para lamentarse por partida doble: por la patología y por el coste de su eliminación.

El ejemplo de las clínicas dentales es el paradigma. Pero la transformación en la atención sanitaria incluye prácticamente a todas las ramas y especialidades, configurando un panorama que bien podríamos definir como macdonalización de la medicina. Un fenómeno que hace referencia a la proliferación de centros médicos, clínicas diversas y pseudogabinetes de atención sanitaria por las esquinas de nuestros barrios y ciudades.

Resulta muy lógico, no obstante, preguntarse si este florecimiento de la medicina privada es únicamente resultado de un incremento de la oferta, un efecto del emprendurismo que profesionales sanitarios que otrora trabajaron en la pública o recién licenciados practican al objeto de crear su propio negocio médico, por muy feo que suene el sintagma.

Es probable, pero está claro que hay mercado. La demanda de estos servicios se ha incrementado también en los últimos tiempos como consecuencia de un abaratamiento de los servicios. Es decir, que la atención sanitaria ya no es casi un lujo, como antaño, y las ofertas de seguros privados médicos copan páginas de publicidad en la prensa, en la certeza de que el número de suscriptores está al alza.

Reflexionando sobre este tema con una responsable de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía, esta técnico incidía en el incremento de la demanda de servicios sanitarios privados, dada sus ventajas de flexibilidad, rapidez y atención más o menos adecuada y garantizada. Puede tener razón, pero no tiene toda la razón. Para mí, la macdonalización de la medicina no obedece tanto a un aumento de la demanda como a una privatización creciente de la oferta, amparada incluso desde las administraciones sanitarias.

Les pongo algunos ejemplos recientes de mi tesis: incremento de conciertos entre SAS y empresas o incluso órdenes religiosas para la gestión conjunta de hospitales y centros sanitarios diversos; quejas de los profesionales de clínicas privadas por sus sueldos y la imposibilidad de promocionar laboralmente; más quejas de los trabajadores de hospitales concertados porque entienden que hay discriminación salarial respecto a lo que perciben sus colegas de hospitales del SAS; lamentos de éstos últimos por determinadas condiciones hospitalarias, con especial incidencia en las puertas de urgencia o las secular discriminación en financiación que padecen los médicos de familia…Por no hablar, de las interminables quejas de los usuarios de la sanidad pública.
Probablemente, nos alegremos en el corto plazo de que el incremento de la oferta privada se traduzca en el abaratamiento de los servicios. Eso está bien, siempre y cuando la atención sea de calidad. Como bien está que cada uno pueda elegir dónde, en virtud del pago de unas primas a una compañía o mutua aseguradora, acudir para ser tratado. Pero, insisto, la sociedad debe mantenerse alerta –y en esta tarea están muchos profesionales, organizaciones de pacientes y otros colectivos- para que la privatización de la oferta, así como su socialización (resultado del abaratamiento de costes), no venga acompañada de un desentendimiento de la sanidad pública.

No sea que con la sanidad pase como con la educación. Allí, la macdonalización endosó a los colegios públicos de barrio todos los problemas y dificultades que entraña el hacerse cargo completamente de la integración de alumnos inmigrantes y con dificultades campeando, además, con lacerantes recortes presupuestarios, mientras la concertada se permitía una exquisita selección del alumnado pese a recibir fondos públicos.

Ingenuo de mí, creía, como cantaba El Último de la Fila, que “aquellos remilgos ahora abolidos” redundarían en una mejora de la calidad la educación, la sanidad y los servicios sociales públicos. Al contrario, tengo serias dudas de que así sea. Y, no, no me convence el argumento de que la demanda así lo exige. Porque no es una cuestión de demanda, querida amiga del SAS, es una cuestión de oferta. De apuesta por la oferta privada y de desentendimiento de la vocación pública.